La vida comedia

Cuando aquella señora, tras la enorme mesa de madera, me preguntó qué estudios tenía y cuáles habían sido mis anteriores empleos, mi respuesta fue la que sigue.


Empecé a estudiar el noble oficio de la contemplación de musarañas. Sus formas, tamaños, colores y sobretodo, sus ojos, me impactaron muchísimo sus grandes y profundos ojos negros. En poco tiempo me di cuenta de que aquellos estudios no tenían mucha salida, así que decidí dejarlos y comenzar a trabajar. Mi primer empleo fue vendedor de casitas imaginarias, llegué a vender cientos de aquellas casitas. Iba de puerta en puerta, o bien por la misma calle, ofreciendo aquel negocio, el comprador sólo tenía que firmar un breve y sencillo contrato de adquisición y pagar lo estipulado. Teníamos casitas para todos los bolsillos, por ejemplo, una casita en el campo costaba cien sueños, una cerca del mar ciento cincuenta y así para todos los gustos. Al mes y medio abandoné aquel trabajo, tenía que caminar demasiado, todo el día en la calle captando compradores. Además, no ganaba lo suficiente para pagar el alquiler. La verdad es que el alquiler era muy bajo, se sorprenderá si le cuento que vivía en un escaparate de una conocida calle comercial, sí ya sé, no tenía mucha intimidad pero no me podía permitir mejor cosa. Mirándolo ahora, desde la distancia, no estaba tal mal, y además al dueño le hacia un favor, pues era el escaparate principal de una tienda de camas y como yo solamente iba a dormir, pues le tenía medio vigilado el negocio. Hasta me ofreció un trabajo de agente de seguridad, pero tuve que rechazarlo, nunca me gustó trasnochar demasiado. A mí, lo que realmente me gustaba, era ser piloto de aeroplano, volar sin cesar atravesando los cielos del uno al otro confín. Pero acabé pilotando un taxi. En aquel momento era lo que más se parecía a un aeroplano y además, me dieron el turno de mañana. Era muy divertido, yo hablaba y hablaba con todos los clientes que se subían al taxi, incluso hubo una vez que tuve que asistir a un parto, allí, en el asiento de atrás del taxi. En agradecimiento a mis habilidades manuales por aquellas profundidades, la recién estrenada madre decidió que aquel churumbel llevase mi nombre, todo un detalle. Recuerdo que aquel mismo día, cuando terminé la jornada laboral, comencé a pensar en lo bonito que era dar a luz a un ser humano, pero de repente me vino a la cabeza lo bonito que tendría que ser fabricarlo. Ni corto ni perezoso puse pies en polvorosa y me planté en la casa de mi jefe, el dueño del taxi, le expliqué mi problema y él se comprometió a resolverlo. Eduardo, con dos hijos y una mujer esperando el tercero, me llevaría al sitio que él tanto frecuentaba; el famoso night-club llamado “El conejito juguetón“. Cuando entramos en el oscuro local, todas las chicas le conocían y el camarero le preguntó; - ¿le pongo lo de siempre? Yo me quedé sorprendido al ver su popularidad y entre copa y copa, cuando me quise dar cuenta estaba en una habitación con una chica más bien morenita que no había visto en mi vida. Yo, a mis cuarenta y cinco años, me había prometido que mi primera vez sería especial, y aquello no era lo que yo entendía como tal. Para romper el hielo, decidí preguntarle su nombre, a lo que la susodicha me respondió que se llamaba Jenny la Cachonda. Extraño apellido, pensé. Cuando salió del baño se me mostró como su madre la trajo al mundo, por lo que recordé el incidente que había tenido aquella tarde y me entró la nostalgia de la niñez, de un brinco la agarré y la abracé, era tanta la emoción que recorría mis venas que hasta comencé a llorar. Creo que la señora Cachonda entendió que la quería violar o abusar de ella de malas maneras y de un puntapié me tiró al suelo. La chica salió corriendo y gritando algo que no pude entender, al segundo entraron dos mozos que me sacudieron de lo lindo y por más que yo quise razonar no me dejaron abrir la boca si no era para lamentarme. Instantes después me vi arrojado de una patada en los cubos de basura del callejón trasero. Tras varios días de baja, concluí que aquel trabajo no me llevaría por buen camino, mi jefe ejercía sobre mí una influencia negativa y lasciva. Sin duda, lo que me hacía falta era buscar mi propia identidad, encontrar mi camino. Y qué fue lo que hice…, pues pedir cita a un reputado psicoanalista que pasaba consulta en un ático. Ya ve usted qué original. Tengo que decir que el primer año no avanzamos mucho, pero a base de asistir todos los días a las sesiones y de ponerle ganas, poco a poco la cosa fue a mejor. Hasta encontré un trabajo muy bien remunerado y que no exigía de una gran intelectualidad. Yo hacía las veces de hombre que dirige el miembro del mamífero artiodáctilo asilvestrado en el acto de la generación. O sea, era mamporrero del comúnmente llamado, cochino jabalí. En aquel momento de mi vida, llegué a creer que era el oficio más bueno que encontraría, pues vivía en un rancho y tenía una habitación para mí sólo, sin tanta luz como en aquel escaparate, con mucha más intimidad, aunque a lo primero dormía con la ventana abierta, ya sabe, la fuerza de la costumbre. Por la mañana iba en busca del macho semental y lo sentaba en la mesa para desayunar, le servía el café y las tostadas, le leía el periódico y cuando estaba listo lo acompañaba a visitar a las hembras que esperaban nerviosas en sus habitaciones. Una vez allí, yo era el encargado de realizar las presentaciones oportunas y entablar un poco de conversación, más que nada para que la cosa no fuese tan fría. Una vez que habían roto el hielo, pasábamos a la cama de matrimonio, cuando Jorge, que así se llamaba el cochino jabalí, necesitaba de mi ayuda, yo, con máximo cuidado hacía mi trabajo. Así hasta que Jorge quedaba extasiado y se retiraba a sus aposentos a descansar y a reponerse para la tarde. Al anochecer y ya habiendo concluido la jornada, Jorge y yo echábamos una partida de ajedrez, no sé cómo lo hacía que siempre me ponía en jaque. Después veíamos alguna película en la tele y al catre. Todo aquello terminó un mal día cuando, mi querido amigo Jorge, mientras realizaba el acto, su corazón… bueno, permítame que no hable de aquel trágico suceso, fue una gran pérdida para mí. Fue entonces cuando decidí que no volvería a trabajar con animales. Hice el equipaje, me coloqué mi chaqueta y mi embudo en la cabeza y volví a la ciudad. Ésta me acogió con los brazos abiertos, cual hijo pródigo. Ahí estaba ella, tan gris, tan contaminada, respiré profundo y me llené los pulmones de polución, en aquel momento pensé, tengo que rehacer mi vida, y volví a coger cita en la consulta del psicoanalista. No pasó ni un año y ya notaba la mejoría, y emprendí la búsqueda de un nuevo empleo. Esta vez será diferente, pensé, y me dirigí hasta un tablón de anuncios que había en un tablón. Comencé a leer, se busca albañil con experiencia, se busca abogado con experiencia, se necesita podólogo con experiencia, etc., mis ojos se cristalizaron cuando leí; se necesita piloto con o sin experiencia. Estaba claro, esa era la oportunidad que había estado esperando toda mi vida, apunté la dirección y me puse en camino. Cuando llegué a la dirección exacta creí haberme equivocado, estaba justo en la puerta de la comandancia aérea del ejército. Ya que me encontraba allí, no perdería nada por pasar y preguntar. A las tres horas estaba vestido de caqui y barriendo el patio de armas. Sin darme apenas cuenta y con los nervios de lo de la avioneta, había firmado el contrato de mi alistamiento y con ello, mi consentimiento para ir de voluntario a Iraq. Eso sí, al menos montaría en avión, que ya era un paso.
Al mes aproximadamente, viajé junto con otros cien soldados a Iraq, sin duda aquella gente eran pardillos que no sabían adónde iban. Yo en cambio, me había preocupado por leer El ladrón de Bagdad, un buen libro. Sin duda, sabía como era la situación en aquel país. Después de un montón de horas de vuelo, cuando llegamos a Iraq y vimos el panorama, me acordé de la nación entera del ladrón de Bagdad y de parte de su familia. Aquello no era un país, aquello era el mismísimo infierno. Lloré, pataleé y hasta llegué a expulsar espumarajos por la boca en cierta ocasión, el caso es que logré que me expulsaran del ejército por desequilibrio mental. La verdad es que los engañé a la primera. En el viaje de vuelta, pensando, se me vino la pregunta de cómo había sido tan fácil engañar a los doctores del ejercito para que me dieran por loco, y encontré la respuesta, sin duda era gracias a mi magistral actuación, y esa reflexión me llevó de inmediato a plantearme mi carrera como actor. Y por eso estoy aquí, para apuntarme al casting por el papel protagonista. Pregunte señora, pregunte, no se quede con dudas sobre mí, aún no le he contado todo…

2006 © Miguel Ángel RincónPeña

La carta

El final de la tarde hace estremecer los cuerpos. Estoy mirando por esta ventana llena de rejas, llena de odio y miseria. En la mesa, la comida se enfría otro día más, otro día más sin dar un bocado.Entre estas cuatro paredes mi cuerpo va muriendo con cada minuto que pasa, mis músculos van debilitándose día a día. No creo que pueda soportar así mucho tiempo.

Toda esta historia comenzó cuando la policía me secuestró un mes de Marzo. Era jueves por la noche, mis compañeros y yo nos disponíamos a incendiar el cajero automático de cierto Banco multinacional. La policía apareció por sorpresa encañonándonos con sus relucientes pistolas. Después de pasar toda la noche en una celda de la comisaría central vino el inevitable interrogatorio, dicho interrogatorio consistió en insultos y palos por todos los lados.Al día siguiente me internaron en esta cárcel mísera y oscura, como preso preventivo muy peligroso. Yo militaba, y aún lo hago, en el Movimiento Revolucionario de Perú, un movimiento que lucha por los derechos de los indígenas, los campesinos y los excluidos. Somos personas con un mundo nuevo en nuestros corazones, un mundo donde los bienes sean repartidos para todos por igual, donde la justicia sea justicia y no puro teatro. Ese es el mundo por el que queremos, y luchamos con las armas de los pobres, con nuestras manos y nuestras vidas. Por todo esto, yo soy un preso peligroso para este estado fascista.

Y aquí sigo dos años y medio después, aún sin ser juzgado por ningún juez. Todo ese tiempo hace que no veo a mis compañeros ni sé nada de ellos, sólo las breves noticias que me dan mis familiares cuando les dejan verme los carceleros, esto suele ser una vez al mes. Desesperante.Mañana es 25 de diciembre, llevo un mes y dos semanas en huelga de hambre, en protesta por mi situación de secuestro ilegal, por esta incomunicación y por este trato inhumano del que estoy siendo objeto. Aquí las vejaciones son cosa frecuente. Sé que algunos de mis compañeros han muerto en huelgas de hambre, quizá sea ese mi final, el final de este preso político.
A mis 27 años de edad nunca antes había sido detenido, yo, vivía acomodadamente con mi familia a las afueras de Lima. Mi familia vive bien, es una familia burguesa. Mi padre es maestro y mi madre doctora. Un buen día decidí bajar al barrio antiguo y salir a ver lo que me rodeaba. Y lo que me rodeaba eran niños sucios y harapientos, muertos de hambre, drogas, prostitución, policías corruptos y un largo etcétera.Al volver a casa y ver mi barrio limpio, la cena preparada en la mesa, la calefacción. Sentí entonces que los sucios y harapientos no eran ellos sino nosotros. Pensé que era injusto que yo viviera con todo y ellos sin nada. Decidí que no podía estarme más tiempo de brazos cruzados, viendo como mueren todos los días los pobres de este país, bajo la mirada asesina del gobierno y sus cómplices. Mediante unos amigos me puse en contacto con el movimiento revolucionario e ingresé en él. En estos cuatro años de militancia y de combates nunca he matado a nadie (aunque muchos se lo merecieran), pertenecía al comando de apoyo y logística. Nuestras acciones entraban dentro de la lucha callejera. He visto muchos compañeros caer muertos por un balazo de la policía o de los milicos. Pero cada día somos más, la solidaridad para con nuestra causa crece por momentos. En el interior de la selva hemos creado varios poblados, en ellos tenemos escuelas donde enseñamos a los campesinos a leer y escribir, tenemos una emisora de radio que cubre unos cien kilómetros a la redonda, Radio Libertad se llama. Editamos un periódico que repartimos en los pueblos y en la capital. Cada día se nos unen un buen número de campesinos, pues, los soldados del ejercito o los paramilitares les persiguen, queman y arrasan sus cosechas y violan a sus mujeres. En el interior se lleva a cabo una guerra a todas luces, aquí en la capital es diferente, la lucha es urbana por lo tanto hay mucha gente inocente ajena en las calles, hay que ir con cuidado pues somos combatientes, no asesinos.

En estas fechas navideñas, donde todo el mundo se acuerda de los que sufren, de los que injustamente viven en la pobreza, en estas fechas en la cual la hipocresía inunda las casas de occidente y en la televisión se jactan de solidarios por emitir anuncios de ONGs. Pero la realidad es otra muy diferente y esa no sale por la pantalla.En este ocaso en el que presiento que mi vida se encuentra, quisiera besar a mi madre, abrazar a mi familia por última vez y decirles que mi lucha no fue en vano, que entiendan mis razones. Que todo este tormento vale la pena, son muchos los que han entregado su vida por la causa del proletariado sin pedir nada a cambio.Por eso escribo esta carta a los medios de comunicación, si muero dentro de esta pocilga me gustaría que esta carta fuese publicada, espero que a los medios les quede la suficiente humanidad, profesionalidad y rigor como para hacer posible mi petición.Quiero que toda la opinión pública sepa lo que de verdad está pasando. Y por lo tanto, denuncio el sistema penitenciario de Perú y de toda Latinoamérica, denuncio a su policía por usar la tortura y los malos tratos, denuncio a los militares por defender siempre al poderoso atacando al débil, denuncio al gobierno peruano por venderse a los EEUU a cambio de beneficios personales, denuncio a las multinacionales por explotar a los indígenas, en definitiva, denuncio todas estas injusticias que recorren nuestro país y todo el planeta. El que no se atreva a levantar la voz contra estos abusos, es cómplice y cobarde. Cualquier persona, desde dónde quiera que se encuentre, puede hacer algo, colaborar solidariamente. Os lo dice un preso, una persona a la que le quedan semanas, quizá días de vida, una persona que no se arrepiente de nada. Luchar por una causa justa y morir en el intento, es una de las maneras más hermosas de morir, lo he entregado todo por la libertad de los oprimidos de mi pueblo, todo hasta lo más preciado: Mi vida.

Lima, 24 de Diciembre de 1998

Nota del autor: Esta historia inventada, desgraciadamente se repite frecuentemente en la vida real, en multitud de países, no sólo de América Latina, sino en todos los lugares donde la democracia y la justicia brillan por su ausencia.

El relato está tal cual lo escribí en 2004, no lo he corregido posteriormente.

©Miguel Ángel Rincón Peña
Diciembre 2004

Dibujo de Manuel Pérez Martínez

El Programa WELLS

El interior de la iglesia estaba vacío, por las grandes paredes retumbaban los pasos de un hombre que parecía nervioso. Se sentó en un banco y agachó la cabeza como pidiendo redención. Pasó unos momentos balbuceando palabras entrecortadas, con los ojos casi cerrados y un pequeño tic en las piernas que le obligaba a moverlas nerviosamente. A su derecha pudo escuchar un leve ruido, instintivamente su cabeza se giró de inmediato observando que dentro del confesionario había movimiento. Debía de tratarse del padre confesor pensó, y sin dudarlo se levantó y fue a arrodillarse sobre un escaloncillo en un lateral del pequeño compartimiento diciendo:

- Ave María Purísima.

Se hizo el silencio durante unos segundos, pasados estos, una voz respondió:

- Sin pecado concebida.

Aquel hombre, antes nervioso, pereció calmarse, aunque aún le temblaban las piernas y las manos.

- Hola padre, busco confesión, pero no sé por dónde empezar, yo no soy muy creyente y hacía años que no entraba a una iglesia, pero creo que he obrado mal y me tengo que desahogar.
- No te preocupes hijo, empieza por el principio, cuéntame qué es lo que te angustia.
- Bien, pues debe usted saber que todo lo que le cuente esta tarde es alto secreto y confío en que sabrá guardar el secreto de confesión.
- No te inquietes, continúa.
- Hace unos años ingresé en la agencia de inteligencia como agente secreto, antes de eso era policía en las fuerzas especiales, primero en comandos de asalto, después en misiones de más envergadura. Desde niño siempre soñaba con poder proteger y ayudar a la gente. Un día nos citaron al despacho del comandante. Cinco hombres, los mejores, entre ellos también me encontraba yo. El comandante nos presentó a dos altos cargos del servicio secreto, al parecer habían leído nuestros expedientes y nos habían seleccionado para una misión ultra secreta y de gran importancia. De inmediato se nos trasladó a los cinco a las instalaciones centrales de la Agencia Nacional de Inteligencia, allí nos dieron a conocer parte del programa secreto en el que ingresaríamos tras una dura preparación. Nos dieron dos días para despedirnos de nuestras familias, pues al parecer, pasaríamos una temporada aislados. Después, vino un mes de duros entrenamientos y de aprendizaje con los aparatos que utilizaríamos en el programa.

El confesor, acariciándose la barbilla insistentemente le preguntó intrigado:

- De qué programa estás hablando.

Tras oír la pregunta, aquel misterioso personaje miró a su alrededor asegurándose de que no hubiera nadie que pudiera escuchar y en voz baja continuó:

- El programa se llamaba, y aún se llama, Wells. Imagino que no le sonará de nada, al igual que tampoco nos sonaba a nosotros cuando nos entregaron la documentación del proyecto, pero un poco más tarde comprendimos la razón.
Una mañana, estábamos estudiando unos planos, cuando de repente, se abrió la puerta de la habitación y entraron varias personas vestidas con larga bata blanca, parecían doctores, aunque en realidad se trataba de científicos. Uno de ellos, el más mayor, se acercó y nos dijo que nuestra preparación había concluido, que ya estábamos listos para comenzar a trabajar en el proyecto. El programa Wells había pasado a su segunda fase y ahí entrábamos nosotros.

En esto, la puerta principal de la iglesia se abrió, el hombre, arrodillado junto al confesionario se echó la mano al bolsillo de su chaqueta esperando ver quién entraba, poco a poco fue apareciendo la silueta de una anciana, sin duda una parroquiana que iba a rezar. El padre lo tranquilizó con sus palabras, la tensión se deshizo y continuó con la confesión.

- Pues bien, como le estaba contando, aquellos científicos nos acompañaron hasta una especie de sótano. Para llegar hasta allí había que bajar por una escalera de caracol que daba a un largo pasillo, era al fondo de éste donde se encontraba aquel laboratorio. Uno de ellos sacó del bolsillo un manojo de llaves e ingresó una en la cerradura de la puerta, al abrirla, dejó al descubierto otra puerta, esta vez de metal, robusta, como la de una enorme caja de caudales, conforme se iba abriendo fuimos observando lo que se hallaba en el interior. Una vez dentro pudimos comprobar que se trataba de un gran equipo informático, ocupaba todo el centro del laboratorio, alrededor cinco cápsulas conectadas unas a otras por multitud de cables y tubos. Fue allí, en aquel laboratorio donde empezó todo.

El padre, con tono ansioso y elevando levemente la voz, inquirió:

- Qué fue lo que empezó, qué eran aquellas cápsulas.

- Tranquilo padre, todo a su debido tiempo. Después de este primer contacto dentro del laboratorio con aquellos científicos, pasaron varios días en los que sólo paseábamos por el patio central, leíamos, veíamos la televisión y cosas así, creo que nos dieron un merecido descanso para así, poder coger fuerzas, pues lo que vendría después sería bastante duro y las necesitaríamos.
El día menos esperado, cuando nos encontrábamos almorzando nos llamaron al laboratorio, allí nos esperaban los científicos, esta vez eran cuatro, uno de ellos nos entregó una ropa elástica que tuvimos que ponernos bajo las que llevábamos puesta. Tras unos minutos en silencio, en los que ellos se dedicaron a conversar entre sí en voz baja y a manipular aquellos ordenadores, nos invitaron a pasar al centro de la estancia. El científico más mayor, con voz grave pasó a explicarnos, por fin, los últimos detalles que, sin duda, eran los más importantes. Empezó por darnos a conocer que el proyecto había pasado en aquellos precisos instantes a la tercera fase, la segunda parece que fue de transición y la tercera era la última y más trascendente. Aquel profesor, por el blanco intenso de su escaso cabello y su aspecto, debía de andar por los sesenta años. Continuó hablando, sobre teorías, sobre ecuaciones, sobre otros científicos e investigadores, hasta que al fin se dispuso a ir al grano. Nos dijo: - Señores, han sido seleccionados entre los mejores para cumplir unos objetivos que harán historia, pero que por cuestiones de seguridad, que ustedes seguro entenderán, es alto secreto y cualquier mínimo despiste podría poner en un serio peligro el programa Wells. Se preguntarán el por qué de ese nombre. Pues bien, ese nombre viene dado por una sencilla razón, supongo que conocerán a H. G. Wells, el novelista, historiador y filósofo inglés. Él escribió la novela llamada la máquina del tiempo, donde un científico viajaba al pasado y al futuro. Nosotros hemos logrado conseguirlo tras décadas de trabajos y estudio, y aunque no podemos ir al futuro, sí que hemos encontrado la forma de poder ir al pasado.

Dentro del confesionario se escuchó carraspear y hubo unos instantes de mutismo por parte de los dos. El confesor exclamó:

- Hijo, lo que me cuentas es increíble, me estás revelando que los viajes en el tiempo son factibles.

El hombre, en su afán por contarlo todo y librarse cuanto antes de su culpa, no dejó continuar al cura y prolongó aquella rocambolesca historia.

- Si señor, el ultra secreto programa se llamaba así en honor a aquel escritor visionario. Mis compañeros y yo nos miramos con cierta incredulidad, nosotros sospechábamos desde el principio que allí se estaba cociendo algo importante, pero nuestra imaginación no llegaba hasta aquellos límites. Comenzamos a preguntar cosas, detalles, todo aquello era nuevo para nosotros. Cuál era nuestra misión allí. Entonces, de entre aquel barullo de preguntas surgió una voz contundente que nos hizo callar, una voz de mujer que se encontraba a nuestras espaldas, entró sin darnos cuenta. Según dijo al presentarse, era la directora jefa encargada del programa y ella sería quien nos aclararía todas las dudas. Aunque no hizo falta preguntar nada, ella se encargó de explicar cuál sería nuestro trabajo allí. Y fue muy sincera. Nos dijo que nosotros seríamos los encomendados de viajar hasta el pasado. El programa Wells consistía en viajar a través del tiempo y del espacio hasta llegar a una fecha en la que ocurrió algún hecho perjudicial para nuestro país e intentar o bien que no sucediera o bien que quién lo iba a perpetrar sufriera un “accidente” o “suicidio” inducido supuestamente por nosotros.

El sacerdote interrumpió profiriendo:

- Pero es absolutamente increíble, estás hablando de viajar al pasado para arreglar sucesos luctuosos aún teniendo que asesinar para conseguirlo.

El hombre, con arrepentimiento en el rostro y en la voz, siguió su exposición de los hechos:

- Sí padre, más o menos esa era la idea principal. Supuestamente al viajar, nuestros cuerpos se quedaban en nuestro tiempo, en las cápsulas, al pasado sólo viajaba algo así como nuestro espíritu, por lo tanto seríamos invisibles e incapaces de obrar físicamente. Sólo algunas personas nos podrían sentir o ver, los llamados clarividentes o médium.
La directora nos entregó un dossier llamado La secta del Sol, según los informes, era una secta destructiva muy peligrosa que el dos de noviembre de 1975 provocaron más de una veintena de muertos y cientos de heridos al estallar una bomba en pleno metro de la capital. Aquella bomba la reivindicó la secta del Sol y aludieron que combatían el ateismo y preparaban la llegada de su Dios. Nuestra misión era viajar hasta 1974, un año ante de los sucesos y convencer a la secta para lograr un suicidio colectivo. En principio, yo estaba muy convencido de la necesidad del proyecto, al igual que mis compañeros. Todo estaba estudiado fríamente, era eliminar a los asesinos a favor de las víctimas. Ahora me explico el por qué de tantas horas de preparación y clases de psicología.

El padre, le pidió que siguiera sin omitir detalle y el agente secreto así lo hizo.

- Después de varias semanas estudiando el dossier y viendo videos de aquella tragedia, por fin llegó el día señalado para el viaje. Viajaríamos los cinco aunque tan sólo uno actuaría y trataría de entrar en contacto con ellos. Finalmente el elegido fui yo, pues tenía la puntuación más alta en psicología. Con cautela nos dispusimos a sentarnos en las angostas cápsulas transparentes, los científicos nos acoplaron a la cabeza una especie de casco parecido al de los ciclistas, también varios censores y demás aparatos. La luz del laboratorio pareció disminuir de intensidad, empecé a sentirme raro, me dolía un poco la cabeza, la vista se nublaba por momentos, sentía la boca seca y muy lentamente se hizo la oscuridad. Pasé así unos minutos, no sé cuántos y de repente, como en un sueño, pude ver un gran salón lleno de gente y un hombre de mediana estatura vestido con túnica blanca iniciando algún ritual. Yo me encontraba allí, pero ellos no podían ni verme, ni oírme, ni tocarme, sólo el médium podría contactar conmigo o con lo que él creería que sería su Dios. Repentinamente escuché como si me hablasen, eran mis compañeros, ellos también estaban allí, pero no podíamos vernos. Me acerqué al líder de la secta, el cual no paraba de invocar a los espíritus, así que le contesté. - Soy tu Dios. Le dije, y continué, - me has sacado de mi letargo, dime qué deseas.
Aquel pobre hombre se le puso el rostro pálido, estoy seguro de que era la primera vez que un supuesto Dios le hablaba. Tras recobrase del susto, me dijo entre rezos y alabanzas, que harían un acto de reivindicación por mí, aún lo estaban preparando pero que tarde o temprano los infieles recibirían su merecido castigo.
Tras varios meses contactando con la secta, logré o mejor dicho, logramos, que se convencieran de la idea de que este mundo no estaba hecho para ellos y que tenían que viajar a otro mucho mejor donde yo, su Dios, los esperaría. El dos de noviembre de 1975, en vez de poner una bomba en un céntrico metro, se suicidaron colectivamente en un rancho por medio de un poderoso veneno. La vida de once locos por las de más de una veintena de inocentes. En ese momento me pareció justo.

El sacerdote, cada vez más intrigado y metido en la historia le animó a seguir hablando.

- Después de esta primera misión, vinieron muchas más, chicos que se suicidaban en las vías del tren, convencidos de que eran los ovnis quienes se lo habían ordenado, personas que se volvían locas escuchando voces todo el día y acababan en un centro psiquiátrico para el resto de sus vidas. En definitiva, futuros asesinos suicidados misteriosamente o completamente locos antes de cometer delito alguno. Verdaderamente jugábamos a ser dioses, nos creímos jueces universales del espacio y tiempo. Se imagina padre, qué sucedería si el programa Wells cayera en malas manos, quiero decir, en manos peores aún de las que ahora se encuentra. Posiblemente la humanidad correría un grave peligro, aunque creo que desde que el programa comenzó, este mundo tiene los días contados. Yo, después de mucho pensarlo, decidí abandonar las misiones, la mala conciencia no me dejaba vivir, apenas duermo ni como nada desde hace días. Cuando el cansancio se apodera de mí sólo sueño con la gente que liquidé misión tras misión, se me aparecen sus caras, las caras de esas personas que convencí y engañé para que se suicidaran o se volvieran locas. Ahora, paradójicamente, el que está al borde de la locura soy yo. Además, la Agencia me persigue, creen que voy a contar algo, pero en realidad yo sólo quiero que me dejen en paz, comenzar una nueva vida, aunque aún no sé cómo porque no puedo volver a mi casa, la tendrán vigilada día y noche, tampoco puedo pedir ayuda a mi familia pues los pondría en un grave peligro. No sé qué voy hacer, tiene que ayudarme a escapar o a esconderme unos días en algún lugar seguro. Dígame qué hacer.

Una vez más, el silencio inundó toda la iglesia, ésta se había quedado vacía, solamente el sacerdote y el agente huido se encontraban aún en su interior. Las gotas de sudor caían por su frente y las lágrimas que comenzaban a brotar de sus entrecerrados ojos rodaban mejilla abajo. De repente se oyó un clic dentro del confesionario, el agente levantó su mirada observando la estrecha rejilla de madera pegada a una fina cortinilla roja, en ese preciso instante un silbido atravesó el panel y fue a parar a su pecho. Era una bala de pequeño calibre que hizo que el cuerpo del agente secreto fuera a dar contra el suelo.
Mientras, dentro del confesionario, unas manos desenroscaban el silenciador del pequeño revolver. Sentado se encontraba el agente Muñoz, de la agencia nacional de inteligencia, abajo junto a sus zapatos, acurrucado en el suelo de madera del angosto confesionario, el cuerpo inerte del verdadero sacerdote.
El agente Muñoz, galardonado varias veces por sus heroicas misiones cumplidas, abrió la puertecilla con el sabor del trabajo bien hecho, miró al agente desertor y pensó que quizá, algún día, él estuviera ocupando el lugar del moribundo. Abrochándose la chaqueta comenzó a caminar con paso lento pero decidido, abrió la puerta principal y salió de la iglesia. Cuando pisó la calle ya era de noche, las sombras habían ocupado la ciudad. Enfrente, en un parque, los árboles se batían en duelo con el viento nocturno y empezaba a lloviznar. Muñoz sacó de su bolsillo un moderno móvil y tecleó unos números, alguien al otro lado contestó y el agente exclamó escuetamente con voz seca, casi amarga,
- El trabajo está hecho.
Seguidamente se subió el cuello de la chaqueta y se dejó llevar calle abajo metiendo sus manos en los bolsillos del pantalón. Puede que por su cabeza empezara a merodear la sombra de su mala conciencia, esa que hasta el día de hoy, nunca le había visitado.


©Miguel Ángel Rincón Peña.
Marzo del 2006

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Trópico de Capricornio

Querido nieto, ahora que estoy en mi lecho de muerte, te voy a contar una historia que nunca he desvelado. A lo largo de mi vida he contado muchas historias, pero créeme, ninguna se puede comparar en lo más mínimo con esta.
Todo comenzó cuando yo tenía tan sólo veintiocho años, quién los tuviese ahora otra vez, pero el tiempo que se va no vuelve jamás, ya te darás cuenta algún día.
Yo llevaba desempleado algunos meses, porque después de la guerra la cosa estaba fatal en todos los sentidos. Cerraron muchas fábricas, y yo, que trabajaba en una de ellas me quedé en la calle, sin una perra chica y teniendo que volver a la casa de mis padres con la cabeza gacha. Eran tiempos realmente difíciles, el hambre hacía estragos. Entré en una depresión, pasaba las noches bebiendo vino en los bares de mala muerte que se agolpaban en mi barrio. Una de aquellas noches, en un bar del puerto, conocí a una persona que marcaría mi vida para siempre.
Estaba yo, como casi siempre en aquella época, apoyado en la barra y con un vaso en la mano, escuché rumores a mi espalda, voces a media voz, gente corriendo de un lado a otro, salían y entraban, era algo extraño. De repente, un hombre se subió encima de la barra, casi me tiró el vaso al suelo, instintivamente retrocedí. Aquel hombre nos hizo una oferta a todos los que aquella noche allí nos encontrábamos. Con voz ronca exclamó que necesitaba personas dispuestas a trabajar, sólo quería hombres sin cargas familiares y que quisieran embarcarse aquella misma madrugada. Dos hombres de mediana edad levantaron sus manos al fondo del bar, a mi lado, un chico de unos dieciocho años también hizo lo mismo. Yo no podía pensar con claridad, el alcohol me nublaba la mente, pero como en un movimiento instintivo alcé mi mano casi sin darme cuenta, sin saber en dónde me estaba metiendo.
Aquel hombre nos fue llamando a todos los que levantamos la mano y nos reunió en la puerta del bar. Éramos seis, cordialmente se presentó dándonos la mano, dijo llamarse Paco. Hechas las presentaciones y con su dedo índice señalando en una determinada dirección, indicó que aquel era el barco en el que partiríamos aquella misma noche, no nos dijo dónde ni por qué, sólo nos dio un adelanto del sueldo que recibiríamos. Corrí calle abajo hasta llegar a mi casa, una vez allí le expliqué a mis padres lo ocurrido, ellos no lo entendían, pero yo sí, era la oportunidad de salir del lodo, y esas oportunidades sólo pasan una vez en la vida y yo no estaba dispuesto a dejarla escapar, así que me dispuse e hice la maleta con lo primero que encontré en mi habitación. En esto, llegó María, alertada por mi madre. María era por aquel entonces un amor fuerte y vigoroso, éramos novios desde hacía años. Quizás por eso debía de partir en aquel barco, tenía que ganar lo suficiente para casarme con ella. No quiero ni recordar cuán amarga fue aquella despedida, las lágrimas se mezclaron con los besos y yo le prometí que volvería para estar unidos para siempre.
A las doce de la noche estaba con mi maleta en el puerto, frente al barco y junto a mis nuevos compañeros de viaje. Nos recibió Paco en cubierta, embarcamos y paso seguido nos enseñó el interior. A la una y media de la madrugada salíamos del puerto de Cádiz hacía algún lugar, entonces no se me podía pasar por la cabeza adónde nos llevaría aquella aventura.

La primera noche abordo no pude pegar ojo, todo me daba vueltas sin parar, cada media hora tenía que salir corriendo al servicio para vomitar, llegué a creer que no lo podría soportar. Al final, como siempre pasa, uno se acaba acostumbrando a todo, incluso a los mareos.
A la semana de estar navegando ya había pescado, algo que nunca antes había hecho, aprendí a usar la brújula, a mantener el timón. En aquel barco no se perdía el tiempo, siempre había algo que hacer, a cualquier hora. Nuestro capitán, Paco, en los ratos libres nos daba clase de geografía, literatura, matemáticas, etc. Algunos de nosotros no teníamos mucha cultura, algunos no sabían ni siquiera leer. Paco se preocupaba mucho de los analfabetos y les dedicaba más tiempo. Recuerdo que nos decía que la cultura hace que el hombre sea libre. Me viene a la cabeza un refrán que repetía de vez en cuando y que yo nunca olvidé, decía más o menos así: Somos veintinueve hermanas, de muy poco parecido, aquel que no nos conozca por el mundo irá perdido. Como ya habrás adivinado hablaba del abecedario.
Una de las cosas que más me gustaba, además de escuchar a Paco, era sentarme en la popa del barco y ver como el cielo se volvía de color vino e iba poco a poco anocheciendo. En aquella soledad, allí, perdido en algún punto de alta mar, recordaba mi casa, echaba de menos a mis padres, a mi pobre madre cosiendo para la calle hasta altas horas de la noche, a mi padre, un pobre carpintero que sobrevivía con un pequeño sueldo. Y como no, mi María, la única que me conocía bien y me comprendía. Los recuerdos se me amontonaban en la cabeza y más de una vez se me escapaba alguna lágrima mejilla abajo. En esos momentos siempre aparecía Paco para animarme un poco y me contaba, con su voz ronca, pero a su vez cálida, alguna historia que me sirviera como ejemplo o que me hiciera olvidar.
En aquel barco, todos éramos muy buenos compañeros, desde el cocinero hasta el capitán, todos nos apoyábamos y nos ayudábamos en cualquier circunstancia.

Aproximadamente al mes de estar navegando, al fin, divisamos tierra. En ocasiones le habíamos preguntado a Paco hacia dónde nos dirigíamos, pero éste no decía ni palabra del lugar de destino. Ante esta circunstancia, nuestro capitán nos reunió en cubierta y nos dijo que estábamos acercándonos a una isla situada en las antillas, en las Islas de Barlovento, exactamente se trataba de la isla de Santa Lucia. Eso quería decir que estábamos en el mar Caribe. Paco nos dijo que atracaríamos en el puerto de Castries, la capital de la isla y que sólo nos quedaríamos dos días, uno de descanso y otro para abastecer al barco y continuar de nuevo con el viaje.
Nada más poner los píes en tierra corrimos hasta el bar más cercano, por el camino había puestos y mercadillos con alimentos, sobre todo con bananas y cocos. Aquellas gentes debían ser descendientes de africanos, pues eran todos negros, nos recibieron con mucha amabilidad. A las dos horas ya estábamos borrachos, ahora me arrepiento, pues en vez de perder el tiempo bebiendo en el bar, podría haber visitado la isla, ver cosas y aprender. Eso fue precisamente lo que hizo Paco. Desde entonces decidí seguir su ejemplo de hombre cabal.
El segundo día estuvimos subiendo abordo cargamento variado, calculé que por todo lo que llevábamos, íbamos a estar otra larga temporada navegando. Antes de partir de nuevo, le escribí unas letras a mi familia en una postal que mostraba lo bella que era aquella isla llamada Santa Lucía.
Nada más zarpar, nuestro capitán nos llamó a reunión y nos explicó que nos dirigíamos al canal de Panamá y que una vez allí lo cruzaríamos. Debíamos de estar atentos y hacer guardias, pues dijo que aquella era zona peligrosa en la que los bandidos de toda índole hacían su agosto con las embarcaciones que por allí navegaban.
Durante el viaje, según nos explicaba por las tardes en cubierta, a nuestra izquierda iban quedando países como Venezuela y Colombia.
Más de dos mil kilómetros nos separaban ya de las antillas, al fin nos acercábamos al canal de Panamá. La tensión en aquellos momentos era evidente, todos estábamos nerviosos, atentos a cualquier ruido, a cualquier movimiento. Fue de las situaciones de más tirantez que vivimos a bordo. Al final no fue para tanto, no tuvimos ningún problema y eso que se cruzaron varias barcazas sospechosas. Pero, nada de nada.

Y así fueron pasando las horas, los días… a lo lejos se intuían islas como Saboga, San José, las Galápagos, etc. La tripulación empezaba a estar molesta, queríamos saber hacia dónde nos dirigíamos, todos teníamos el mismo hormigueo en la barriga por la incertidumbre que suponía el no saber dónde ni cuándo llegaríamos a nuestro destino. Nuestro capitán se vio obligado a darnos una explicación, sus palabras fueron directas al grano, que en realidad era lo que todos esperábamos. Mirándonos de frente nos dijo que nuestro destino estaba más cerca que nunca, allí nos esperaba la persona que realmente nos contrató, él sólo era su lugarteniente. Nos explicó un poco la situación. El hombre que nos esperaba en una supuesta isla perdida en el pacífico, según Paco, era un señor muy poderoso y sabio, todos aprenderíamos mucho de él y de aquella aventura.
Tras un par de días más de viaje, divisamos a lo lejos la forma de una isla, una pequeña isla por lo que se podía observar conforme nos acercábamos a ella. Dicha isla no debía de contar con más de 100 kilómetros a la redonda.
En pocas horas estuvimos en un pequeño puertito construido en madera. El paisaje era de fábula, aguas cristalinas, arena blanca, palmeras y en el interior una pequeña selva llena de especies exóticas. Nada más atracar en la isla pusimos los pies en tierra firme. ¡Por fin! exclamábamos al caminar por aquella maravillosa playa. El que había sido nuestro capitán en el barco nos guió por lo que supuestamente era un caminito que empezaba casi en la orilla y se introducía entre los matorrales y las palmeras. Tras unos minutos de marcha, llegamos a lo que sería un pequeño campamento, donde varias chozas, alineadas una junto a otra, hacían prever que serían nuestro refugio durante nuestra estancia en la isla. Paco entró en una especie de cabaña al final de la fila, entre unos árboles que yo nunca había visto antes. A los cinco minutos salió junto a un hombre mayor, podría tener unos sesenta años y caminaba apoyado en un viejo bastón. Se acercaron hasta donde nos encontrábamos. El anciano se presentó diciendo que se llamaba Julián Villegas. Nos dijo que era de Trujillo, un pueblo de Extremadura y que por circunstancias de la vida se encontraba en aquel lejano lugar. Nos expuso la situación de la isla, era volcánica y se encontraba en el trópico de capricornio, según sus cálculos estábamos a unos veinticuatro grados al sur del ecuador terrestre. En aquel momento aquella explicación se nos antojaba difícil de entender, pero con el tiempo todo sería diferente. Nos dieron el resto del día libre para instalarnos y descansar del largo viaje.

Al día siguiente, sobre las ocho de la mañana, Paco nos despertó y nos condujo hasta otra cabaña más grande que hacía las veces de comedor. Después de un copioso desayuno a base de papayas, cocos y demás frutas extrañas, nos reunimos con Julián para empezar los trabajos.
Comenzamos a caminar entre la espesa selva, guacamayos, loros y otras especies se cruzaban en nuestro camino. Poco a poco fuimos llegando hasta la boca de una cueva. Allí nos esperaba una pequeña choza que guardaba los picos, las palas y todos los útiles para comenzar el trabajo que, aun no sabíamos a ciencia cierta de que iba, aunque pudimos intuir que lo que buscábamos sería mineral o algo así.
Hicimos turnos para bajar a la cueva, horas y horas picando en la piedra, abriendo camino, retirando escombros. Día tras día desayunábamos y de seguido a la cueva, ocho horas trabajando, después teníamos tiempo libre para pasear por la isla, para pensar, para mirar la inmensidad del mar. Los anocheceres más bellos los viví en aquella isla. Una enorme camaradería, aun mayor que la que teníamos en el barco, surgió entre todos nosotros.
Por las noches, encendíamos una gran hoguera y nos reuníamos alrededor de ella, entre risas, bromas e historias. Una de aquellas noches, la isla tembló durante algunos segundos, unos segundos que nos parecieron eternos. Las palmeras se estremecieron al igual que las cabañas. Julián Villegas nos dijo que era un pequeño temblor de tierra producido por el volcán que coronaba la isla. Otras noches habíamos sentido un leve movimiento de tierra, apenas imperceptible. Pero aquella noche fue diferente.
Al día siguiente, sobre el mediodía, hubo otro temblor, este nos cogió dentro de la cueva, llevábamos ya una profundidad bastante considerable cuando al terminar de moverse la tierra, empezó a desprenderse las paredes del fondo del túnel, todos los que nos encontrábamos allí cavando y picando emprendimos raudos la huida hacia el exterior. Un ensordecedor ruido, como si de una gran bomba se tratase, atravesó nuestros oídos. Al salir de la cueva, estaban esperándonos los demás, temiéndose lo peor, Afortunadamente no hubo bajas.
Julián, con un viejo libro bajo el brazo y Paco, se aligeraron a entrar en la cueva, nosotros intentamos detenerlos, nadie podía saber en que estado habría quedado el final del túnel, pero al parecer, ellos tenían las ideas muy claras y nos tranquilizaron diciéndonos que probablemente habíamos encontrado lo que un día se perdió. Todos nos quedamos callados, Julián nos dijo que esperásemos en la entrada de la cueva, que ellos volverían lo antes posible, dicho esto, las dos siluetas se perdieron por el largo pasillo que iba a dar al fondo del oscuro túnel. Pasaron horas y horas, el final de la tarde hacía enrojecer la isla, y cuando menos lo esperábamos, salió Julián empapado hasta los huesos en lo que parecía agua, invitándonos a entrar.
Durante el recorrido, unos setecientos metros, Julián sólo repetía lo mismo: - Es increíble, es increíble, teníamos razón. Todos nos mirábamos y le preguntábamos qué era aquello que habíamos encontrado, pero él seguía con lo mismo, ensimismado. Al llegar al sitio exacto donde tuvo lugar el derrumbe nos encontramos con algo que era del todo imposible de creer. Una gran luz salía de un extremo de la pared, el derrumbe había abierto un gran hueco y por él nos adentramos.
Al pasar al otro lado, nos hallamos con un pequeño recinto lleno de árboles de mediana estatura, bajo nuestros pies, un manto de césped a modo de alfombra y un alegre riachuelo que brotaba de las rocas y caía en un cauce que desembocaba en un estanque. La perplejidad que mostrábamos ante aquel panorama, hizo que Paco se situase justo enfrente de nosotros y soltara una gran carcajada, después, hizo que nos sentásemos sobre el césped y entonces, Julián, sin soltar aquel extraño libro, que según nos dijo, contenía datos, mapas y creencias de los egipcios, del reinado de Seti I, nos explicó que llevaba décadas siguiendo el rastro de aquel lugar, nos dijo que éramos unos privilegiados al haber descubierto y poder contemplar aquel jardín sagrado, ni todos los tesoros de la tierra juntos podrían compararse a la sustancia que llevaba aquel riachuelo. Era llamado por todas las culturas como el alimento de dios, algo cuyas propiedades, harían que quién lo bebiera fuese inmortal para siempre.

Desde que llegó a la isla, Julián estudió algunos pájaros y descubrió que eran casi prehistóricos, los mismos pájaros que posados en la orilla del estanque bebían a diario. Sólo eran aves las que lo habían bebido, pues aquel jardín sólo tenía una entrada hasta entonces y era por arriba, volando. Pero también hizo muchos experimentos con ellos y uno le hizo dar con un problema, quién bebiera aquella agua sería inmortal, pero no podría salir a más de un kilómetro fuera del radio de la isla, pues el cuerpo se convertiría en polvo. O sea, obtendríamos la vida eterna pero a cambio seríamos prisioneros de aquella pequeña isla. Nos dijo que el libro lo explicaba claramente, los hombres que bebieran o comieran el maná, serían inmortales, pero no se podrían mezclar jamás con los mortales de la Tierra.

Era increíble, algo que no podía ser cierto, habíamos encontrado el secreto de la vida, el Maná. Todos se apresuraron a beber del cristalino río, hubo hasta quien se tiró de cabeza al estanque. Cuando estuve a punto de beber, agachado en el borde, me vino al pensamiento los ojos de Maria, sus labios, sus pálidas manos acariciando las mías en aquella amarga despedida, una gran tristeza me hizo incorporarme ante el asombro de mis compañeros, todos me observaban con gestos de extrañeza, entonces Paco y Julián se acercaron y me dijeron: - Pero, qué es lo que te retiene para no beber, qué puede ser más importante que la inmortalidad, que la sabiduría. A lo que yo, casi sin pensarlo respondí: - El Amor. Mi respuesta hizo que todos callaran. Con paso firme me dirigí al túnel.
Paco salió en mi busca y me acompañó hasta salir de la cueva. Me dijo que me lo había advertido, que sólo querían personas sin cargas familiares, sin nada que les atase, aquella noche en el bar del puerto lo dejó muy claro. Yo le respondí que sólo acepté porque era la única oportunidad de ganar dinero para casarme con la mujer que amaba aún más que la mismísima eternidad. Creo que Paco lo comprendió, así como también los demás, incluido Julián. Aquella misma noche, junto al fuego de la hoguera, éste me invitó a quedarme en la isla todo el tiempo que considerase oportuno, pero el trabajo por el que se me contrató había acabado, podía marcharme cuando quisiera a mi casa y me entregó un sobre repleto de billetes, nunca había visto tanto dinero junto. Paco me ofreció una barca para salir de allí. Yo, entre lágrimas agradecí de corazón que me dejarán volver y prometí que nunca jamás, bajo ningún concepto le contaría a nadie aquel secreto ni hablaría de la isla.
A las nueve de la mañana del siguiente día, abracé uno por uno a todos mis compañeros, fue algo muy emotivo, sobretodo cuando llegó el turno de despedida de Paco, él me había ayudado mucho en los momentos difíciles. Subí a bordo de la barca, estaba llena de comida y de agua, Julián me había dicho que siguiera siempre el este, así llegaría a Chile, una vez allí, todo sería más fácil para poder volver a casa.

Poco a poco la isla se iba perdiendo en la lejanía, mis manos agarraban con fuerza el pequeño timón siempre al este, no podía perder el rumbo. En aquellos días de viaje pensé mucho en lo que había sido mi vida hasta entonces y en lo que sería a partir de aquel momento. En mi niñez, en mi familia, la maldita guerra, el hambre, tantas cosas… hasta que de repente me vi envuelto en aquella aventura, la vida me había puesto en aquel lance en el momento preciso. Pensé en los antiguos amigos y en los nuevos que ahora dejaba en la isla, recapacité intentando buscar una respuesta a este jeroglífico que es la vida, en cuál sería el propósito final de todo, en si merecía la pena tanta lucha. Cuando los ánimos me fallaban pensaba en María, en todo lo que ella significaba para mí, en cómo una persona puede influir en otra incluso a miles de kilómetros. Ella me daba las fuerzas necesarias para seguir apretando el timón en el rumbo correcto.
Creí que la vista me estaba jugando una mala pasada cuando lentamente fue apareciendo en el horizonte un trozo de tierra, estaba apunto de anochecer. Por fin, las luces del puerto se acercaban cada vez más. Pronto estuve frente aquel puerto, atracando mi maltrecha barca. La verdad es que fue casi un milagro que aguantara el viaje y no me dejara naufragando en mar adentro. Puse pie en tierra firme después de tres días de viaje, el puerto estaba totalmente en silencio, no se veía ni un alma. Me adentré por una callejuela y pude leer un cartel que supuse sería el nombre de aquel pueblo: Antofagasta, ¡vaya nombre! A simple vista parecía un pueblo pesquero. Al doblar la primera esquina sentí un gran golpe en la cabeza que me dejó sin conciencia. Cuando desperté estaba en la comisaría portuaria. Una pareja de policías me encontró tirado en la acera, al parecer unos vándalos me habían atracado robándome hasta los zapatos. La policía me interrogó, parecía que sospechaban de mí, me hacían muchas preguntas, de dónde era, que hacía en Chile, cómo había llegado hasta Antofagasta, etc. Por fin, después de convencerles de que yo era un simple viajero, una especie de aventurero recorriendo el mundo, me dejaron marchar recomendándome que saliera del pueblo cuanto antes.
Repentinamente mi vida había dado otra vuelta, esta vez a peor. Me encontraba en un país que no conocía, en la calle y sin dinero. Descalzo comencé a caminar perdido como un perro callejero. Recordé la barca, corrí como corren los galgos del amanecer y cuando llegué, la vieja barca se estaba hundiendo por momentos. Me eché las manos a la cabeza y maldije mi suerte. Aquella noche dormí entre cartones y cubos de basura que apestaban a pescado podrido. Al amanecer, el puerto cobró vida, los pescadores empezaban su jornada, el ruido de las gaviotas me despertó y pude ver a un par de pescadores apostados frente a mí. Me miraban con cara de pena, uno de ellos me ayudó a levantarme, yo, casi tartamudeando por la noche que había pasado, les expliqué mi situación. Se apiadaron de mí y me dieron algunos pesos para comer y una vieja bicicleta, dijeron que hacia el norte se encontraba el aeropuerto de Cerro Moreno. Les di sinceramente las gracias y empecé a pedalear buscando la salida norte del pueblo. Mientras que avanzaba, montado en aquella bicicleta, pensaba para qué me dirigía al aeropuerto si carecía de dinero para comprar un billete de avión. Pero bueno, al menos lo intentaría.
A los treinta kilómetros de pedaleo constante entré en el aeropuerto, en cuanto lo divisé me di cuenta de que desde allí no podrían salir vuelos a España, era más bien un aeródromo deportivo o algo así. Pero aquella tarde la suerte me acompañó, resulta que una avioneta iba a despegar en una hora hacia el aeropuerto de Asunción, en Paraguay. Después de mucho rogar, el piloto aceptó llevarme, según me dijo, él tenía familia en Galicia y me haría el favor sin que se enteraran sus jefes. A las dos de la tarde, según el reloj de abordo, despegamos, destino: Asunción. Según Alberto, que así se llamaba el piloto, nos quedaban mil trescientos kilómetros por delante, unas seis horas de viaje cruzando el norte de Chile y Argentina hasta llegar al aeropuerto Silvio Pettirossi, en Paraguay. Curiosamente seguía mi camino muy cerca del trópico de capricornio.

Siete horas sentado en un asiento relativamente estrecho dejan los huesos muy doloridos y las piernas torpes. Pero por fin estábamos en Paraguay, esperaba entrar con mejor pie en este país que cuando lo hice en Chile. Al menos ahora no tenía nada de valor encima. Alberto me dio la dirección de una asociación de españoles exiliados en la capital, me dijo que entre ellos había un tal Fernando, primo lejano de él y que me sabría ayudar. No supe cómo agradecerle toda la ayuda que me había prestado sin pedirme nada a cambio. Cogí el autobús hasta Asunción, en el camino me fijé en el bonito paisaje, en los árboles, los ranchos. Sentado a mi lado se encontraba un anciano cubierto con un pequeño sombrero de paja, me miró con cara afable y sonrió. Nada más llegar a la estación y bajar del autobús, le pregunté a un guardia urbano por la dirección que el piloto me entregó, la calle se llamaba del sagrado corazón. Tuve que andar un buen trecho, hasta llegar a la calle precisa, busqué el número ciento ocho y al fin, allí estaba, un portal abierto me daba la bienvenida. Entré y toqué la campanilla, nada más hacerlo la puerta se abrió y una mujer de unos veinte años me recibió, pregunté por Fernando Castillo. La muchacha me hizo pasar a un salón, una especie de recibidor, allí se podía ver un cartel en el que se leía, Asociación de exiliados políticos de España. De repente apareció un joven de unos treinta y tantos, moreno y con una sonrisa en los labios. Su frase de presentación fue la siguiente: - Otro españolito más huyendo del nacional catolicismo.
Era el tal Fernando, le conté un poco mi historia, omitiendo el secreto que llevaba dentro de mí. Le dije que había pasado la guerra en el bando republicano, eso le tranquilizó e hizo que confiara más en mí y que creyera un poco más aquella historia que le estaba contando. Le expliqué la necesidad que tenía de volver a España, Fernando me miró con cara de extrañeza y me dijo que él tenía muchos contactos en Paraguay y en Argentina y que intentaría ayudarme en lo que pudiese. Esa misma noche tenía una reunión con gente del partido, camaradas suyos, y hablaría con ellos del tema.
Aquella noche la pasé en vela esperando que pasaran pronto las horas para que me explicara qué le habían dicho en la reunión. Por fin en el reloj del salón se escucharon las nueve de la mañana, raudo y veloz me dispuse a salir de la habitación que muy amablemente habían preparado para mí. Bajé por las escaleras hasta llegar al salón, allí estaba Fernando desayunando junto a dos personas más. Me invitaron a sentarme a la mesa y compartir el desayuno. Fernando me presentó a sus amigos, uno, el más mayor se llamaba Luis, el otro Jordi. Luis me dijo que estaba enterado de mi situación y que quizá me podrían ayudar si yo aceptaba ayudarles a ellos, mientras, sus miradas se cruzaban esperando ansiosos mis palabras. Le pregunté en qué consistía la ayuda que ellos necesitaban, Fernando casi me interrumpió y habló claramente sobre sus propósitos. Me comentó que ellos eran exiliados políticos y enemigos del régimen franquista, por lo tanto no podían volver a España, pero yo sí que podría, así que el favor que me harían sería pagarme el viaje y darme una gran cantidad de dinero para la causa antifranquista y otra cantidad para mí en compensación por el riesgo que iba a correr. Ese dinero era fruto de recolectas, según dijo Jordi. Pero no quedaba ahí la cosa, pues como yo nunca había sido fichado ni preso en España, pretendían que yo les sirviera como espía. Estaba entre la espada y la pared, si decía que no, me quedaba en Paraguay, si respondía afirmativamente estaría en mi casa en unos días. Después de pensarlo unos segundos, que para ellos debieron de parecer horas, respondí que sí, que lo haría. Nada más dar mi respuesta, Luis y Jordi se levantaron diciendo que esa misma tarde cruzaría la frontera hasta Argentina, al aeropuerto de Clorinda, a once kilómetros de Asunción, pues esta ciudad está situada junto a la frontera entre los dos países y eso nos beneficiaba.

Sobre las nueve de la noche llegamos en taxi al aeropuerto, mi vuelo salía en cuarenta y cinco minutos. Me acompañaban Fernando y Luis. Me entregaron dos maletas, en ellas llevaba ropa, comida y por supuesto, dinero, no me dijeron la cantidad, sólo que la maleta más grande debería de entregarla al llegar al aeropuerto de Madrid a un tal Guillermo que se identificaría por una chaqueta de pana verde y un pañuelo al cuello blanco. La otra maleta era para mí. Nos abrazamos, nos deseamos suerte recíprocamente y acto seguido embarqué en el avión. Más de nueve mil kilómetros se presentaban ante mi cansado cuerpo, harto de vagar por medio mundo. Durante el largo viaje pensé en mis amigos de la isla y su invitación de volver algún día a ella, nunca rechacé esa posibilidad, pero el problema sería volver a encontrarla en medio del pacífico. Los pensamientos se acumulaban en mi mente, me encontraba tan fatigado y débil que me quedé dormido y así pasé casi todo el viaje. Cuando por el altavoz el capitán anunció que en diez minutos llegaríamos a Madrid, mis ojos se abrieron de par en par, miré por la pequeña ventana que se encontraba a mi izquierda y divisé la península. Un cosquilleo recorría una y otra vez mi barriga, un cúmulo de sensaciones y pensamientos pasaron de nuevo por mi cabeza y, por fin, tomamos tierra en el aeropuerto de Madrid.
Nada más pasar la aduana observé a un tipo vestido como me dijeron, se me acercó y en voz baja se presentó como Guillermo Ruiz, el camarada Guillermo. Le entregué la maleta más grande y se despidió dándome la mano y diciéndome que tendría noticias de él dentro de unos meses. Yo me dirigí aceleradamente hasta la estación de autobuses y cogí el primero que salía para el sur. Otro viaje más, aunque este sería el último.

Llegué a la puerta de mi casa al alba, con los nudillos de la mano derecha golpeé la puerta de madera. Se escuchó el sonido del cerrojo y se abrió dejando ver la silueta de mi madre, al verme no se lo podía creer, nos abrazamos casi un minuto. Al entrar en la casa me di cuenta que también estaba allí María, que se echó a mis brazos llorando como nunca antes la había visto llorar.
Entre besos y abrazos me senté a la mesa y me sirvieron un café con leche. Le pregunté a mi madre adónde estaba mi padre, y ésta, con lágrimas en los ojos me dijo la fatídica noticia de que hacía tres meses que había muerto, en un accidente. Sentí como si se clavasen mil agujas en mi corazón. Se había muerto mi padre y yo no había estado a su lado. María se acercó y me echó su brazo por encima de mi hombro, mientras exclamaba que todas las noticias no eran malas, me comentó el motivo por el que ella había decidido vivir en mi casa junto a mi madre, y ese motivo se llamaba Lucía y dormía en la cama, en su habitación. Yo no entendía nada, estaba hecho un lío, demasiadas emociones, demasiadas noticias se me agolpaban de repente y no podía pensar con claridad, entonces apareció mi madre con una niña de un año en los brazos y me dijo que era mi hija y que se llamaba Lucía, por el nombre de la isla que aparecía en la postal les mandé. A las dos semanas de mi partida, María se dio cuenta de que estaba embarazada y decidió, después de la muerte de mi padre, venirse a vivir a mi casa, así la niña estaría cerca de su abuela y ellas se ayudarían mutuamente. Era increíble, había estado fuera más de un año y medio. No creía que hubiera sido tanto.
A los dos días y tras haber asimilado todo con más calma, decidí abrir junto a mi familia el sobre que se encontraba cerrado en un bolsillo de la maleta, al hacerlo, vimos como dentro había dos fajos de billetes como para empezar una nueva vida, había suficiente para casarnos y vivir decentemente mientras encontraba un trabajo. Al preguntarme las dos de dónde había sacado tanto dinero, tuve que inventarme una historia, algo así como que los negocios me habían salido muy bien, y de cierta manera no les estaba mintiendo.
Me casé, restauré la carpintería de mi padre y comencé la vida que siempre habíamos deseado llevar.
En cuanto al tal Guillermo Ruiz, no supe nada más de él hasta que lo vi en el periódico, el pobre hombre fue condenado a muerte un año más tarde junto con otros dos hombres.

¡Ay! querido nieto, cuántas noches pensé en mis amigos de la isla del pacífico, allá, por el trópico de capricornio, cuántas veces he pensado qué sería de ellos. Y ahora que estoy en el ocaso de mi vida, hecho un viejo inútil, me pregunto cómo estarán ellos, seguirán jóvenes como cuando los dejé, qué habrá sido de Paco y de Julián Villegas. Seguirá brotando el maná de aquellas rocas, quién sabe. Pero no te creas que me arrepiento ahora de la decisión que tomé entonces de no beber en aquel estanque, si lo hubiese hecho, no hubiera vivido los mejores años de mi vida junto a tu abuela María, ni tampoco hubiera conocido nunca a tu madre Lucía. No hubiera podido acompañar noche y día a mi madre en su agonía antes de morir, ni estaría contando ahora esta historia a ti, mi nieto. Yo te he desvelado este secreto a ti, y nadie en el mundo lo sabe, sólo tú y yo, y lo he hecho porque quería que comprendieras mi última voluntad, tu eres joven y te queda aún mucho camino por delante. Cuando yo muera, y eso será muy pronto, quiero que me incineréis, diga lo que diga tu abuela. Mis cenizas serán guardadas en una urna hasta que tú, algún día, dentro de algunos años, puedas viajar a una isla volcánica del pacífico, a veinticuatro grados al sur del ecuador terrestre, en el trópico de capricornio y esparcir allí mis restos.


2005 ©Miguel Ángel Rincón Peña

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